La República Oriental del Uruguay es país pionero en materia de laicidad. Dentro del proceso secularizador del Estado, cuyo inicio podría ubicarse en 1858 con el decreto de secularización de los cementerios, la laicidad tiene bautismo normativo en 1877 con el Decreto-Ley de Educación Común, años antes de que por ley de marzo de 1882 similar proceso de laicización comenzara en Francia. Y alcanza rango constitucional en Uruguay con la promulgación de la Carta Magna de 1918, que entrara en vigencia el 1° de marzo de 1919. Cien años ya han transcurrido de ello, y posteriores reformas constitucionales han mantenido tal cual el texto original a su respecto.
La palabra laicidad, de larga data en nuestro país, recién fue reconocida e incorporada al Diccionario de la Real Academia Española hace muy pocos años, ya entrado el siglo XXI. Quizás, por razón de que ella no integrara el léxico oficial de nuestro idioma en tiempos de la redacción de la Constitución de 1918, es que no aparece nombrada en su texto. No obstante, la laicidad emana implícita de su artículo 5, que establece que todos los cultos religiosos son libres en Uruguay y que el Estado no sostiene religión algunai. Pues, en buen romance, ella no es otra cosa que el principio que establece la separación entre el Estado y las religiones.
Por tanto, la laicidad es la conducta virtuosa que, junto a la virtud de la justicia, todo Estado liberal-democrático y laico debe observar y practicar dentro de sus instituciones, dependencias y demás espacios estatales, sin excepción alguna. Pues, el Estado es de todos sus habitantes y, por ello, debe dedicarse a los asuntos que son del interés común y no de creencias particulares, preservándose como la instancia superior, imparcial y neutral, garantizadora de la igualdad de sus habitantes dentro de él y ante él.
Aunque en puridad la laicidad refiere exclusivamente a lo religioso, en nuestro país se ha hecho común hacerla extensiva por analogía también a lo político. Y así ella es vista como la debida protección al derecho de las personas a la libertad de conciencia y de pensamiento, de tener o no tener religión, de libre examen y de libre elección, pues prohíbe en la esfera de lo Público los proselitismos tanto religiosos como político-partidarios, ya que éstos no tienen por fin la libertad de conciencia ni la formación del ciudadano, sino el de conseguir adhesiones y captar prosélitos para sus causas.
Es que todo proselitismo es enemigo sustancial de aquellas libertades, pues implica seducción, conquista y dominio de conciencias, y a nadie exceptúa de sus propósitos. Y nadie más vulnerable al proselitismo que el niño, pues su maleable cerebro incorpora cuanto le llega de sus mayores y de lo cual difícil le será librarse cuando se afirmen sus estructuras cerebrales.ii Por ello, en las instituciones estatales de enseñanza pública el docente debe transmitir lo que sabe y no lo que cree , debiendo abstenerse de inculcar sus convicciones político-partidarias y/o creencias con sus valores particulares.
Por todo ello, nuestra Constitución consagra -sin nombrarla- la laicidad, y prohíbe -a texto expreso- el proselitismo de cualquier especie a todo funcionario público en sus artículos 58 inc. 1° iii y 204 inc. 2º iv. Por ello, el funcionario público viola la constitución cuando en sus funciones incurre en proselitismo religioso (por ej.: actividades propagandísticas y de captación de fieles, ostentación de símbolos religiosos, etc.) ya que lesiona el principio de separación entre Estado y religión; y la viola también cuando incurre en proselitismo político-partidario (por ej.: actividades propagandísticas y de captación de simpatizantes, ostentación de símbolos partidarios, etc.), ya que quiebra la debida neutralidad estatal respecto al pluralismo ideológico-partidario.
La Ley N° 15.739 establece en su artículo 3º que en la enseñanza oficial está prohibido “hacer proselitismo de cualquier especie”. Pues la enseñanza oficial –por ende, laica- es la que, ajena a toda confesión religiosa y partidismo político, transmite realidades y valores comunes universales. Su objeto es preparar a las nuevas generaciones, no sólo dotándolas de los conocimientos necesarios para enfrentar la vida y ser buenas personas, sino también para participar con libertad de conciencia y autonomía crítica en los asuntos del Estado, o sea, como ciudadanos.
Decía José Pedro Varela en la “Educación del Pueblo” capítulo 11: “…La educación que da y exige el Estado, no tiene por fin afiliar al niño en esta o en aquella comunión religiosa, sino prepararlo convenientemente para la vida del ciudadano. Para esto, necesita conocer, sin duda, los principios morales que sirven de fundamento a la sociedad, pero no los dogmas de una religión determinada…” Y el artículo 71 de la Constitución de nuestra República expresa que “En todas las instituciones docentes se atenderá especialmente la formación del carácter moral y cívico de los alumnos.”
Los valores ético-morales se producen en el relacionamiento social de los seres humanos, y es este el ámbito donde surge el sentir común de cada sociedad. La convivencia genera su código ético común y una moral aceptada y compartida por la sociedad en su conjunto. Lo cual es recogido por el Estado en las normas de derecho que lo rigen, las que debe cumplir y hacer cumplir. En cambio, las normas morales privadas, es decir, las que son particulares de religiones, filosofías y/o grupos sociales, sólo obligan a quienes las comparten, y el Estado debe ser ajeno a ellas, aunque puede prohibir las que sean contrarias a la ley y/o a la moral pública y/o representen un peligro para la paz social.
La educación en valores se produce diseminada en cualquier ámbito de las relaciones sociales, comenzando por la familia y lo que transmiten los padres. Frente a esa realidad social, el Estado laico es neutral en la esfera de la sociedad -o sea, en el ámbito no estatal- respecto de los valores particulares de tradiciones, religiones o filosofías, donde los debe respetar, cuidar que sean respetados y que coexistan pacíficamente. Pero, el Estado como tal no es neutral, sino que promueve el sistema democrático republicanov, la laicidad y los principios y valores comunes de la sociedad toda, o sea, el común ético de la sociedad recogido por su ordenamiento jurídico.
En consecuencia, el Estado laico asume y promueve los valores constituyentes de la República (v.g.: la democracia, la libertad, la igualdad, la solidaridad, la pluralidad, la tolerancia, la dignidad humana y los derechos humanos, etc.) que, en resumen, son los que el pueblo le encarga respetar y hacer respetar. Y así, la laicidad en la esfera del Estado y la educación en valores comunes desde el Estado se entrelazan amigablemente y son el cimiento de la construcción de ciudadanía y prenda de convivencia pacífica en nuestro país democrático, republicano y laico.
Luis Rivas
Gentileza de APEL-ILEC